EL SUBLIME PEREGRINO
Pregunta: Hermano Ramatís, ¿podrías relatarnos alguna conversación que hayan tenido José y Jesús y que pueda ser útil para nosotros?
Ramatís: Todos los acontecimientos ocurridos con el Maestro Jesús desde su nacimiento hasta su crucifixión, quedaron vivamente grabados en el Éter que impregna el Universo, el llamado «Akasa», conocido por los orientales del cual hemos dado amplias explicaciones de cómo se registran todos los fenómenos del mundo material y que gracias a la auscultación psicométrica es posible volver a revivirlos. Por lo tanto, es posible volver a captar aquí en el Espacio, los hechos en todos sus detalles. Así que ahora utilizaremos ese proceso sideral para sintonizarnos con la frecuencia vibratoria de la faja psíquica de la vida de Jesús y José, focalizándolo en Judea, hace dos mil años.
José, al final de su existencia debido a su avanzada sensibilidad espiritual, se percibió que Jesús era un ser superior, y que él, como padre, era parte de su obra mesiánica. Además, lo Alto deseaba que él presintiera la tarea de Jesús antes de partir del mundo terráqueo. Cierta vez, José se sintió afligido ante aquella idea que constantemente se le manifestaba, pues desconocía que se trataba de una ansiedad espiritual poco habitual. Entonces, se acercó a él y le preguntó afectuosamente.
—¡Jesús! ¿Qué motivo es el que te aflige y hace sufrir tanto?
Su hijo demoró en responder; pero, sus ojos dulces y serenos demostraban una gran concentración espiritual. Rápidamente exclamó, sin queja alguna:
—Tú no puedes comprender mi aflicción, porque yo vivo la voluntad de mi Padre que está en los cielos; y sólo Él sabe el motivo de mis preocupaciones.
Haciendo un gesto de ansiedad, agregó:
—¡Todavía no pude descubrir hacia dónde mi Padre me guía los pasos! —Y, con una sonrisa algo triste, pero resignado, prosiguió diciendo: —¡Sufro mucho por la espera!—
José se mantenía silencioso, indeciso, pues no deseaba disgustar a Jesús.
—Pero, ¿qué alientas en tu alma, que te hace diferente a los otros jóvenes? —preguntó José atrevidamente.
—No existe flor alguna, ni metal precioso, ni pasión humana que aceleren los latidos de mi corazón o encanten a mi alma —recalcó Jesús, con un gesto elocuente, pero absorto en un mundo irreal. Y en un prolongado suspiro, entrecerrando los ojos, exclamó con cierta vehemencia:
—Vivo únicamente el deseo de aclarar el camino de esa pobre humanidad, que se encuentra sumergida en el charco de las miserias, que son su propia infelicidad.
—Pero, ¿qué puede hacer un hombre como tú, para transformar los sentimientos de los otros hombres y modificar las costumbres de la humanidad? —insistió José inconformado.
Entonces Jesús, dominado por algo extraño; su voz vibrando altilocuente, como si estuviera viendo a un ser invisible, pero más real que la misma forma terrena, exclamó:
—¿Qué importancia tiene vivir, si para contentar los deseos insaciables de mi cuerpo, necesito desechar los anhelos de mi alma? ¿Qué sentido tiene la vida, si se consume en medio de los placeres mediocres y transitorios de la carne y camina implacable hacia la tumba?
José se estremeció algo confuso:
—¡Hijo mío! ¡Esa es la razón de la vida humana y debe ser la voluntad del propio Jehová, que así lo desea! —le dijo en forma convincente.
Jesús miró al padre; y a pesar de la gravedad espiritual que había en su rostro, le sonrió dulcemente:
—¡Padre! ¿El buey, el carnero, el cabrito y el camello no viven también por la voluntad de Jehová? ¿Pero nosotros razonamos, no es verdad? Y, en seguida acrecentó:
—¿Qué hace el buey, el cabrito, el carnero y el camello? Apenas duermen, digieren, procrean y se desenvuelven atendiendo a las necesidades físicas. ¿O su mundo es el producto de los instintos que los impele para la satisfacción de su vida animal? —Y, pasando levemente la mano en la cabeza de José, y después en su frente, dijo gravemente:— ¡Tú piensas; yo pienso! ¡Entonces existimos más allá de nuestros sentidos físicos! ¡Más allá de los fenómenos transitorios del cuerpo! Sobre nuestros hombros ¡Jehová colocó el libre albedrío de optar por las ideas superiores del alma, o esclavizarnos a los tesoros, a los bienes que la polilla come, la herrumbre destruye y los ladrones roban! ¿Habéis comprendido, padre? José parecía fatigado para acompañar los elevados vuelos filosóficos de Jesús; sin embargo, era un espíritu envejecido y experimentado en los cursos dolorosos y educativos de las vidas planetarias; por eso, si no lo entendía en la conciencia física, lo sentía en lo íntimo de su alma, pues la verdad inconfundible que fluía de las palabras elocuentes de su hijo eran un fuego perenne que recordaba a las llamas del sacrificio religioso y poseían vibraciones de elevada inspiración. Algo misterioso había sentido en su alma, como si una extraña suavidad lo hubiera envuelto por unos instantes y, hasta le parecía haber oído melodías desconocidas bajo un halo de diáfano perfume; su mente quedó vitalizada por una energía deslumbrante, ya que le daba una percepción más amplia de la vida y de las cosas. Su corazón quedó confortado y una dulce brisa le balsamizaba su alma. Pero pronto se delineó el escenario triste del mundo de las formas pesadas y oscuras. Entonces, vio frente suyo a la figura de su hijo Jesús, y súbitamente le invadió una extraña emoción que le alcanzó su corazón y el alma, y entrevió en la memoria espiritual el cuadro del Calvario, pero sin poder definirlo en su conciencia física. Fue el terrible presentimiento, el recuerdo estigmatizado antes de encarnar en la materia, y que ahora se presentaba como una tremenda posibilidad. Pesaroso y afligido, exclamó:
—¡Temo por ti, hijo mío!
Jesús sonrió como si lo hubiese comprendido en todo su dolor por el presagio intuido; pero en una sonrisa sublime y heroica, que daba valor, pues tenía un halo de belleza impresionante, exclamó:
—¡Nadie se pierde en el seno de mi Padre, que está en los cielos! —Y señaló suavemente hacia lo Alto—. ¡Quien diera su vida, por el amor de Jehová, la ganará para toda la eternidad! ...
En un acento afectuoso, como para tranquilizar a José, concluyó:
—¡Yo no me pertenezco; es la voluntad de mi Padre la que actúa en mí y me guía! ¡Quién me dio la vida, también puede quitármela, si así lo desea!
Silenciosamente, se encaminó hacia la puerta; y volviéndose en un último gesto afable y cortés, exclamó en tono grave, pero acompañado de una sonrisa angélica:
—¡Que se cumpla en mí la voluntad de mi Padre!
José se acercó a la ventana de su modesta habitación y siguió con los ojos húmedos a la figura majestuosa de su hijo, que caminaba lentamente entre los nardos y anémonas que crecían junto al camino de la fuente. El silencio de la tarde, aliada a la pureza de la atmósfera hacía vibrar los chirridos de sus sandalias sobre la arena húmeda y resaltaban bajo los últimos rayos del sol poniente
El joven Jesús caminaba sobre la tierra pero su alma estaba sumergida en el infinito; la naturaleza a su alrededor, parecía auscultar sus pensamientos y aflicciones que le abatían el corazón. Subió una pequeña loma y se sentó sobre una piedra en medio de las flores silvestres. Fijó sus ojos sublimes sobre la verde llanura, los caminos, los pastores y la senda que rodeaba al río Jordán y al monte Tabor, donde más tarde tendría una categórica visión mediúmnica del mundo espiritual. A lo lejos, brillaba el mar de Galilea con sus ondas de lentejuelas brillantes, que se fragmentaban ante los reflejos del sol. Los pescadores preparaban las redes para salir a la madrugada y las barcas manchaban la superficie del agua con tonos coloridos, desde el índigo hasta el amarillo claro. La brisa acariciante que descendía desde la cima de Nazaret movía lentamente los barcos y agitaba los sedosos cabellos de Jesús.
Jesús cruzó las manos sobre el pecho y cerró los ojos, y un largo suspiro de infinita recordación fluyó de su corazón. El silencio de la tarde saturado de colores, perfumes y poesía y el cielo cuajado de luz crepuscular descendiendo sobre la cabellera verde de los cipreses y los erguidos cedros, encendía matices de púrpura, oro y rosa en el hermoso escenario de Galilea, acariciada por el sol de la tarde. Reflejaba, tal vez, el paisaje soñado por Jesús; era el plagio atrayente y sugestivo del Paraíso, que hacía brotar de su alma la ternura, el amor y la paz del espíritu.
Entonces, el Divino Amigo de la humanidad se dejó deslizar muy despacito, hasta poner rodillas en tierra y recostado sobre las piedras y las flores, con las manos juntas en actitud de orar, levantó los ojos hacia lo alto y brindó su alma al Señor, en angustioso pedido donde la voluntad y el sacrificio se confundía con el más puro y exaltado Amor hacia el género humano.
—¡Padre! ¡Que vuestra voluntad se cumpla en mí hasta la última gota de sangre!
Era el primer vislumbre consciente de su holocausto en el Calvario; intuición viva del motivo principal de su vida en la materia, y que el Arcángel Gabriel, su guía, aprovechó en aquel momento de éxtasis y de sintonía espiritual para anunciarle la proximidad de sus pasos mesiánicos. Desde aquel instante se definiría en un solo propósito y proyectaría el ideal que traía desde la cuna, meta definitiva de su vida física. La «aguja» de su corazón apuntaba hacia el Norte del Calvario y no tenía dudas que su obra demandaba el sacrificio de su vida en cambio de la salvación del hombre.
Al día siguiente, cuando descendió la cuesta hasta las márgenes del Tiberíades, Pedro aceptó su invitación y dejó las redes para seguirlo. Eran los primeros pasos de su Pasión en cumplimiento de la voluntad del Señor.
Ramatís: Todos los acontecimientos ocurridos con el Maestro Jesús desde su nacimiento hasta su crucifixión, quedaron vivamente grabados en el Éter que impregna el Universo, el llamado «Akasa», conocido por los orientales del cual hemos dado amplias explicaciones de cómo se registran todos los fenómenos del mundo material y que gracias a la auscultación psicométrica es posible volver a revivirlos. Por lo tanto, es posible volver a captar aquí en el Espacio, los hechos en todos sus detalles. Así que ahora utilizaremos ese proceso sideral para sintonizarnos con la frecuencia vibratoria de la faja psíquica de la vida de Jesús y José, focalizándolo en Judea, hace dos mil años.
José, al final de su existencia debido a su avanzada sensibilidad espiritual, se percibió que Jesús era un ser superior, y que él, como padre, era parte de su obra mesiánica. Además, lo Alto deseaba que él presintiera la tarea de Jesús antes de partir del mundo terráqueo. Cierta vez, José se sintió afligido ante aquella idea que constantemente se le manifestaba, pues desconocía que se trataba de una ansiedad espiritual poco habitual. Entonces, se acercó a él y le preguntó afectuosamente.
—¡Jesús! ¿Qué motivo es el que te aflige y hace sufrir tanto?
Su hijo demoró en responder; pero, sus ojos dulces y serenos demostraban una gran concentración espiritual. Rápidamente exclamó, sin queja alguna:
—Tú no puedes comprender mi aflicción, porque yo vivo la voluntad de mi Padre que está en los cielos; y sólo Él sabe el motivo de mis preocupaciones.
Haciendo un gesto de ansiedad, agregó:
—¡Todavía no pude descubrir hacia dónde mi Padre me guía los pasos! —Y, con una sonrisa algo triste, pero resignado, prosiguió diciendo: —¡Sufro mucho por la espera!—
José se mantenía silencioso, indeciso, pues no deseaba disgustar a Jesús.
—Pero, ¿qué alientas en tu alma, que te hace diferente a los otros jóvenes? —preguntó José atrevidamente.
—No existe flor alguna, ni metal precioso, ni pasión humana que aceleren los latidos de mi corazón o encanten a mi alma —recalcó Jesús, con un gesto elocuente, pero absorto en un mundo irreal. Y en un prolongado suspiro, entrecerrando los ojos, exclamó con cierta vehemencia:
—Vivo únicamente el deseo de aclarar el camino de esa pobre humanidad, que se encuentra sumergida en el charco de las miserias, que son su propia infelicidad.
—Pero, ¿qué puede hacer un hombre como tú, para transformar los sentimientos de los otros hombres y modificar las costumbres de la humanidad? —insistió José inconformado.
Entonces Jesús, dominado por algo extraño; su voz vibrando altilocuente, como si estuviera viendo a un ser invisible, pero más real que la misma forma terrena, exclamó:
—¿Qué importancia tiene vivir, si para contentar los deseos insaciables de mi cuerpo, necesito desechar los anhelos de mi alma? ¿Qué sentido tiene la vida, si se consume en medio de los placeres mediocres y transitorios de la carne y camina implacable hacia la tumba?
José se estremeció algo confuso:
—¡Hijo mío! ¡Esa es la razón de la vida humana y debe ser la voluntad del propio Jehová, que así lo desea! —le dijo en forma convincente.
Jesús miró al padre; y a pesar de la gravedad espiritual que había en su rostro, le sonrió dulcemente:
—¡Padre! ¿El buey, el carnero, el cabrito y el camello no viven también por la voluntad de Jehová? ¿Pero nosotros razonamos, no es verdad? Y, en seguida acrecentó:
—¿Qué hace el buey, el cabrito, el carnero y el camello? Apenas duermen, digieren, procrean y se desenvuelven atendiendo a las necesidades físicas. ¿O su mundo es el producto de los instintos que los impele para la satisfacción de su vida animal? —Y, pasando levemente la mano en la cabeza de José, y después en su frente, dijo gravemente:— ¡Tú piensas; yo pienso! ¡Entonces existimos más allá de nuestros sentidos físicos! ¡Más allá de los fenómenos transitorios del cuerpo! Sobre nuestros hombros ¡Jehová colocó el libre albedrío de optar por las ideas superiores del alma, o esclavizarnos a los tesoros, a los bienes que la polilla come, la herrumbre destruye y los ladrones roban! ¿Habéis comprendido, padre? José parecía fatigado para acompañar los elevados vuelos filosóficos de Jesús; sin embargo, era un espíritu envejecido y experimentado en los cursos dolorosos y educativos de las vidas planetarias; por eso, si no lo entendía en la conciencia física, lo sentía en lo íntimo de su alma, pues la verdad inconfundible que fluía de las palabras elocuentes de su hijo eran un fuego perenne que recordaba a las llamas del sacrificio religioso y poseían vibraciones de elevada inspiración. Algo misterioso había sentido en su alma, como si una extraña suavidad lo hubiera envuelto por unos instantes y, hasta le parecía haber oído melodías desconocidas bajo un halo de diáfano perfume; su mente quedó vitalizada por una energía deslumbrante, ya que le daba una percepción más amplia de la vida y de las cosas. Su corazón quedó confortado y una dulce brisa le balsamizaba su alma. Pero pronto se delineó el escenario triste del mundo de las formas pesadas y oscuras. Entonces, vio frente suyo a la figura de su hijo Jesús, y súbitamente le invadió una extraña emoción que le alcanzó su corazón y el alma, y entrevió en la memoria espiritual el cuadro del Calvario, pero sin poder definirlo en su conciencia física. Fue el terrible presentimiento, el recuerdo estigmatizado antes de encarnar en la materia, y que ahora se presentaba como una tremenda posibilidad. Pesaroso y afligido, exclamó:
—¡Temo por ti, hijo mío!
Jesús sonrió como si lo hubiese comprendido en todo su dolor por el presagio intuido; pero en una sonrisa sublime y heroica, que daba valor, pues tenía un halo de belleza impresionante, exclamó:
—¡Nadie se pierde en el seno de mi Padre, que está en los cielos! —Y señaló suavemente hacia lo Alto—. ¡Quien diera su vida, por el amor de Jehová, la ganará para toda la eternidad! ...
En un acento afectuoso, como para tranquilizar a José, concluyó:
—¡Yo no me pertenezco; es la voluntad de mi Padre la que actúa en mí y me guía! ¡Quién me dio la vida, también puede quitármela, si así lo desea!
Silenciosamente, se encaminó hacia la puerta; y volviéndose en un último gesto afable y cortés, exclamó en tono grave, pero acompañado de una sonrisa angélica:
—¡Que se cumpla en mí la voluntad de mi Padre!
José se acercó a la ventana de su modesta habitación y siguió con los ojos húmedos a la figura majestuosa de su hijo, que caminaba lentamente entre los nardos y anémonas que crecían junto al camino de la fuente. El silencio de la tarde, aliada a la pureza de la atmósfera hacía vibrar los chirridos de sus sandalias sobre la arena húmeda y resaltaban bajo los últimos rayos del sol poniente
El joven Jesús caminaba sobre la tierra pero su alma estaba sumergida en el infinito; la naturaleza a su alrededor, parecía auscultar sus pensamientos y aflicciones que le abatían el corazón. Subió una pequeña loma y se sentó sobre una piedra en medio de las flores silvestres. Fijó sus ojos sublimes sobre la verde llanura, los caminos, los pastores y la senda que rodeaba al río Jordán y al monte Tabor, donde más tarde tendría una categórica visión mediúmnica del mundo espiritual. A lo lejos, brillaba el mar de Galilea con sus ondas de lentejuelas brillantes, que se fragmentaban ante los reflejos del sol. Los pescadores preparaban las redes para salir a la madrugada y las barcas manchaban la superficie del agua con tonos coloridos, desde el índigo hasta el amarillo claro. La brisa acariciante que descendía desde la cima de Nazaret movía lentamente los barcos y agitaba los sedosos cabellos de Jesús.
Jesús cruzó las manos sobre el pecho y cerró los ojos, y un largo suspiro de infinita recordación fluyó de su corazón. El silencio de la tarde saturado de colores, perfumes y poesía y el cielo cuajado de luz crepuscular descendiendo sobre la cabellera verde de los cipreses y los erguidos cedros, encendía matices de púrpura, oro y rosa en el hermoso escenario de Galilea, acariciada por el sol de la tarde. Reflejaba, tal vez, el paisaje soñado por Jesús; era el plagio atrayente y sugestivo del Paraíso, que hacía brotar de su alma la ternura, el amor y la paz del espíritu.
Entonces, el Divino Amigo de la humanidad se dejó deslizar muy despacito, hasta poner rodillas en tierra y recostado sobre las piedras y las flores, con las manos juntas en actitud de orar, levantó los ojos hacia lo alto y brindó su alma al Señor, en angustioso pedido donde la voluntad y el sacrificio se confundía con el más puro y exaltado Amor hacia el género humano.
—¡Padre! ¡Que vuestra voluntad se cumpla en mí hasta la última gota de sangre!
Era el primer vislumbre consciente de su holocausto en el Calvario; intuición viva del motivo principal de su vida en la materia, y que el Arcángel Gabriel, su guía, aprovechó en aquel momento de éxtasis y de sintonía espiritual para anunciarle la proximidad de sus pasos mesiánicos. Desde aquel instante se definiría en un solo propósito y proyectaría el ideal que traía desde la cuna, meta definitiva de su vida física. La «aguja» de su corazón apuntaba hacia el Norte del Calvario y no tenía dudas que su obra demandaba el sacrificio de su vida en cambio de la salvación del hombre.
Al día siguiente, cuando descendió la cuesta hasta las márgenes del Tiberíades, Pedro aceptó su invitación y dejó las redes para seguirlo. Eran los primeros pasos de su Pasión en cumplimiento de la voluntad del Señor.
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